lunes, 22 de febrero de 2010

Otro día.

A las siete y media solo me cruzo con 3 ó 4 personas, aunque Madrid se despierta muy pronto.
Creo que el peor día siempre es el Jueves. Todo me pesa. Cada día salgo más tarde y siempre me digo que ya lo recuperare a la salida, pero aun haciendo esto, no me gusta y me siento mal.
Es como si todo el peso de la ciudad recayera en mis hombros.
Esquivo los excrementos de los perros, la basura revuelta y esparcida por las aceras, maldiciendo el impuesto que nos han incrementado este año y lo poco eficaz que es este atraco municipal.
Cuando salgo de casa, aún con el mal humor y la desidia, al cerrar la puerta del portal, veo mi reflejo e intento colocarme una sonrisa para los demás.
No es una sonrisa falsa ni forzada, quiero que las pocas personas que me cruzo por las mañana, si llegan a mirarme, vean a en mi una persona medianamente feliz, no quiero enseñar la dejadez y abatimiento que en ocasiones me pesa. Y a esta pequeña sonrisa le intento sumar algún acto de amabilidad. Ceder un asiento o el paso, recoger un objeto del suelo y entregarlo a su dueño, ayudar con indicaciones aun cuando no te las han pedido...
Y haces todo esto, y algunos de los compañeros de viaje matutino te observan y no sonríen, fruncen el ceño y casi te insultan. Y el peso se hace mucho mayor si es posible.
Pero hay días en los que este peso disminuye.
Cuando alcanzo mi primer objetivo de la mañana y el metro llega al andén justo cuando bajo el último escalón. Al conectar la música de mi reproductor y sin saber lo que sonará, los acordes de una bella voz me trasladan a los jardines de Viena en julio,

al Metropolitan en marzo o

a un soñado local nocturno, recorriendo una pequeña pista de baile, con un suave tango.

Y alcanzo el siguiente objetivo de la mañana y de una bofetada me devuelve a las mojadas calles de Madrid.

Empujones para salir del metro. Carrera de obstáculos subiendo las escaleras y la maratón por llegar lo antes posible para fichar.
Consigo el tercer objetivo de la mañana. Me siento en mi silla, busco papeles pendientes de resolver y repaso una vez más el porque el tipo que tengo casi en frente de mi despacho sigue si darme lo buenos días cuando llego.
Papeles, llamadas, papeles, café. Papeles, más llamadas. Internet, internet, internet. Ya no tenemos acceso a facebook ni a descargas rápidas de archivos, y sinceramente lo echo de menos. Mi rendimiento no bajaba con ello, lo puedo asegurar. Pero no está bien visto, por supuesto, y es dinero que dejar de ganar la empresa con nuestra productividad, ¿con nuestra qué....?.
Comer en medía hora. Otra media hora perdida.
Papeles, pereza, internet.
Pasadas las seis de la tarde recojo todo y salgo por fin a la vida. ¿Vida?.
El cansancio me puede. Ya no corro para coger el metro. Los andenes están llenos y mojados. Las goteras lo transforman todo en balsa de agua sucia y escurridiza.
Llego a casa. Ya no me quedan sonrisas.
Colocar cositas. Ordenar mi pequeño espacio y leer correo de amigos no conocidos y esperar los correos de los conocidos que no llegan.
Cenar y tele. Preparar la comida para el día siguiente y poco más.
Así un día tras otro, una semana tras otra, un mes tras otro.
Estoy cansada.
Me voy a la cama. Con suerte esta noche soñaré con que estoy lejos de aquí con mi niño. Sin ella, soñaré con alguien del trabajo.
Otro día.